A lo largo de toda la historia, y antes, en la prehistoria, el hombre ha encontrado fósiles, restos de seres vivos petrificados por minerales con los que el organismo primitivo se hallaba en contacto. Fueron esos minerales los que sustituyeron o preservaron su forma externa.
El hombre primitivo les atribuía un significado mágico. Ya los autores de la Antigüedad clásica los habían observado y, en general, interpretado correctamente. El término fósil lo empleaba ya Plinio en el siglo I,[1] y su uso fue recuperado en el siglo XVI por Agricola, aludiendo a su carácter de cuerpo enterrado (como derivado de fossa) e incluía tanto los restos orgánicos como los cuerpos minerales integrados en los materiales de la corteza terrestre. Esta situación se mantuvo hasta principios del siglo pasado, si bien es verdad que los auténticos fósiles solían diferenciarse como fósiles organizados.
El geólogo británico Lyell definió a los fósiles como restos de organismos que vivieron en otras épocas y que actualmente están integrados en el seno de las rocas sedimentarias. Esta definición conserva su validez, aunque actualmente suele darse una mayor amplitud al término, ya que se incluyen en el mismo las manifestaciones de la actividad de organismos como excrementos (coprolitos) y restos de construcciones orgánicas, huellas de pisadas, impresiones de partes del cuerpo (icnofósiles) y hasta dentelladas, esqueletos o troncos, etc.
Los fósiles siguen revisándose, utilizando en cada ocasión técnicas más modernas. La aplicación de esas técnicas conlleva nuevas observaciones que modifican a veces planteamientos previos. Así, por ejemplo, tras una revisión realizada en 2006 con técnicas tomográficas de rayos X, se concluyó que la familia que contiene a los gusanos Markuelia tenía una gran afinidad con los gusanos priapúlidos, y es adyacente a la rama evolutiva de Priapulida, Nematoda y Arthropoda.[2]
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